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«Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10,17)

La Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana y en ella se da, ese encuentro transformador con Jesús, encuentro real en su cuerpo y en su sangre. Es acción de gracias al Padre, memorial del Hijo e invocación del Espíritu Santo. Lugar donde Jesucristo se encuentra verdadera, real y substancialmente presente, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.

Pero hay otra dimensión, más allá de la participativa: la fraterna. En Jesús que es uno, todos somos uno. Eso es lo que expresamos al participar de este Sacramento. Es una unión y comunión real, que es más fuerte que las particularidades: como la viña unida a los pámpanos, siendo conscientes de que, separados de Él, nada se puede hacer.

Esa unión, es efectiva más aún en la misión,la misión de la Iglesia que es universal y compartida. La Eucaristía es el cemento, la fuente, la roca sólida que nos sostiene a cada paso en el anuncio del Reino. Por eso, desde siempre, decimos que todas las fuerzas nos vienen de Él.

La Eucaristía nos une en la esperanza: es figura y prefigura a un tiempo, de la vida eterna que nos espera. Cuando se ora, cuando vamos al sagrario, cuando decidimos adorarle en “espíritu y verdad”, confirmamos nuestra vocación universal y común, nuestra suerte eterna (aquella que buscamos como el ciervo a las corrientes de agua). Esta dibuja sutilmente lo que será nuestra vida en el Cielo. Y se está tan bien con Él, que queremos como los discípulos en el Tabor, quedarnos quietos, construir sendas cabañas y contemplar la hermosura de su Majestad.

La Eucaristía nos une en la fe: porque es certeza y verdad a un tiempo. Por fe creemos en su presencia, por eso nos postramos. Por fe reconocemos en medio de la cotidianidad del pan y el vino, al mismo Señor del universo. Y es un acto de fe inmenso creer sin ver y adorar sin sentir. Porque claro, a veces el sentimiento se pierde y queda la pura fe, la “noche oscura del alma” en la que sin ver ni sentir nada, crees y crees sin dudar. En la Eucaristía la Iglesia se une y profesa su Credo, porque en la Eucaristía, se nos regala como don todo lo que creemos, y al celebrarla, alzamos como pueblo de Dios un canto de alabanza, henchido de fe.

La Eucaristía nos une en el amor: y no porque seamos capaces de amar mucho. No es precisamente nuestra capacidad de amar la que resalta. Como en tantas otras cosas de la vida, Dios que es generoso a manos llenas, se nos adelanta en el amor, de suerte que, el hecho mismo de estar presente en el Sagrario es un tremendo acto de su amor que no abandona, que persiste, que cuida las murallas de tu ciudad y las fortifica. Pero es que en la Eucaristía, también nos amamos como Iglesia, como un amor que permanece; amor que participa del suyo “yo estoy todos los días hasta el fin del mundo”. Quizás por eso entre otras tantas cosas, decidamos ser Iglesia a pesar de tantos contratiempos y de nuestro barro.

“Yo soy el pan de vida … Si uno come de este pan vivirá para siempre, pues el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”. (Jn. 6, 32-34;51)

“Ahora vosotras, con el fuego de la Eucaristía prender el fuego de la caridad en los niños para que formen familias cristianas que renueven la fe y amor a Jesucristo nuestro Señor y a su Madre María Santísima”. (Madre Trinidad Carreras Hitos: Cuaderno 32)

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