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Quiero iniciar este escrito resaltando las palabras del salmista “Cómo te pagaré Señor todo el bien que me has hecho…”. A través de este recorrido viviendo y compartiendo mi vida y la vida de mis hermanas, puedo darme cuenta de todo el bien que Dios ha hecho en esta vasija de barro que soy yo.

Soy sor María Goretti, esclava de la Santísima Eucaristía y de la Madre de Dios, mexicana, exalumna de uno de los colegios de nuestra congregación, tengo 47 años y actualmente vivo en Perú, el colegio Regina Pacis me acoge desde hace 4 años, en esta tierra bendita de Dios estoy muy contenta y cada vez aprendo más de la cultura peruana, algo parecida a la mexicana.

Son 25 años que hoy celebro y agradezco junto a Jesús Eucaristía, junto a la Madre de Dios y junto a la espiritualidad franciscana, por los tesoros que me han ayudado a moldear lo que ahora soy.

A lo largo de estos años he servido tanto en la docencia como en la pastoral de la congregación en España, Venezuela, México y Perú, y en cada momento he percibido el paso de Jesús Sacramentado por todas las experiencias vividas; la mirada profunda hacia el testimonio y entrega de Madre Trinidad, nuestra fundadora, ha significado mucho para abrazar con firmeza el carisma de la congregación.

Con agrado puedo contar que, cuando me he sentido en “noche oscura”, como lo llama san Juan de la Cruz, he recurrido a las cartas que mi familia y amistades me enviaban hace tiempo atrás, así como la correspondencia enviada al Consejo General para el ingreso a otra etapa de formación y eso me ha dado fortaleza, confianza y paz para reafirmar la vocación que Dios me ha dado. Reconozco con agradecimiento también, que he tenido a mi alrededor personas que han vivido a profundidad su vocación cristiana, con sus buenos ejemplos, algunos ya murieron, pero los sigo sintiendo tan cercanos como antes.

Entonces, haciendo un recuerdo del transcurso del tiempo, me digo: “Cómo pagaré al Señor todos los bienes recibidos…”, alabando a Dios con María en el “Magníficat”, y con un “Aquí estoy” como el profeta, pidiendo a Dios renovar otros años más esta llamada que un día me hizo y que sigue haciendo en cada jornada vivida desde su presencia.

Para finalizar, quiero cerrar este testimonio con la propia convicción que la vocación es de la Iglesia, no es de uno mismo, Dios nos da una vocación para cuidarla, fortalecerla, compartirla y disfrutarla con los hermanos, los hermanos que Dios disponga en el lugar y el momento específico de nuestra vida.

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