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Hoy, la Iglesia entera se viste de fiesta: la Virgen María, nuestra Madre dulcísima, ha sido llevada al cielo en cuerpo y alma, glorificada por la Santísima Trinidad. En su Asunción, contemplamos el destino eterno que aguarda a quienes se entregan sin reservas a la voluntad de Dios.

Como hijas suyas, como Esclavas de la Eucaristía, la celebramos no sólo como Reina, sino como Madre cercana, que conoce nuestros sufrimientos y peregrinaciones, porque antes los ha recorrido todos.

“Subes hoy a ser coronada de gloria por el Eterno Padre, que te abraza como a hija dilectísima, el Hijo y el Espíritu” —escribía Madre Trinidad, conmovida en la oración la noche del 15 de agosto de 1930.

Desde la tierra, nuestras miradas se elevan al cielo, sabiendo que la victoria de María es promesa y esperanza para nosotras. Lo que Ella ha alcanzado, nosotras lo esperamos, si seguimos su ejemplo de humildad, fidelidad y fe en medio del silencio.

En el Magnificat, María proclama:
“El Señor hizo en mí maravillas, santo es su nombre” (cf. Lc 1,49).

Hoy, esas palabras se hacen carne también en nuestra vida consagrada, llamada a reflejar la belleza del cielo aquí en la tierra, adorando, amando, reparando, entregándonos con María al misterio de Cristo.

Madre Trinidad, ardiente de amor por Ella, le decía en ese mismo día glorioso:

“Hoy, más amante y confiada en vuestro maternal corazón, vengo a vos como el mendigo enfermo que ve a su Reina… no ya al pie de la cruz… sino en el cielo… y allí os veo inclinar vuestra mirada misericordiosa prometiéndome ser tan Madre mía en ese trono de gloria como lo fuisteis para mí en Belén y en el Calvario.

¡Qué consuelo! María está viva, gloriosa, intercediendo, amándonos como madre, estrechándonos en su manto para llevarnos un día también con Ella a cantar eternamente las misericordias del Señor!

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